ADOLESCENTE
QUE DESPIERTA
Una
deliberación del ala y la tormenta es lo que cae cuando
la
agria balandronada de los sueños se pega al paladar
y
el muchacho despierta en la mañana
penetrando
el espejo con un grito. La estridencia que acecha
en
la materia de los violoncellos, el enemigo bosque
turgente
como una curva embreada, someten bruscamente
su
furor y su régimen.
Y
el muchacho despierta en el silencio
tatuado
por el vuelo de un mosquito
y
el terror se evapora con el sol
que
empuja levemente al aire perezoso.
No
ha crujido la rama ni se ha partido el
trueno
y
el burro blanco rumia bajo el sol de noviembre. No habrá noche
esta
vez,
ni
el sol tirará de sus redes llevándose este suave calor a las
sentinas.
Y
el zumbido infinito de la queresa, indica
que
el tiempo no transcurre.
(Esta
misma mañana podría suceder
toda
una historia de gorriones y de bárbaros, un confuso ajedrez
de
mil mundos guerreando sobre la palma de una mano, un mismo
verbo
gimiendo
y levantándose como un licor amargo
en
los zócalos de las ciudades. Aquí
sólo
el silencio es música; y las leyes del cielo tiran inasibles
plomadas
de
inmensas catedrales. El tiempo avanza y vuelve
a
retroceder como una pulsación, y hay algo de paz y levedad en el
conejo,
y
ese musgo que crece sobre los yesos apagados y húmedos.)
No
habrá más noche ni lloverá de noche,
y
toda el agua cabe en una espumadera, y el muchacho
ha
de lavar su cuerpo con ese jabón áspero, bajo esa luna
transparente,
comida
por el sol, casi
un
trapecio de niebla.
Huele
a escorzonera y la piel de conejo. Crecen
y
caen reyes en las aguas del tiempo detenido.
No
volverá a dejarnos
la
luz del sol en ese frágil burladero del sueño, que convoca
las
furias y las penas.